Juan Melgar
“Es más efectivo El Viejo Chamán yaqui que una tele; cómo no”—declara a la perrada reunida en Los 7 Pilares El Bolas, joven perceptivo de El Calandrio. La comparación no parece ser comprendida por los presentes, al parecer ausentes de todo aquello que los aleje de la autocompasión y las ganas de sufrir en silencio. No hay ánimo para la plática. Cada cual mastica ensimismado sus cuitas y afanes, que forman legión: El Juntabotes está pendiente de su celular, en espera de la llamada de Wall Street que le anuncie el inicio de la invasión de los marines a Libia, con el consiguiente repunte de sus acciones y del aluminio en los mercados; Carambuyo Bill no se repone del reciente viaje a la otra California donde los güeros lo trataron como a basura, sin consideración alguna por su árbol genealógico, que se remonta a los primeros colonizadores loretanos en aquel edén; El Parara se niega a hablar, en un monacal voto de silencio que no le está… pero allá él. La Doñita masculla maldiciones contra los fundamentalistas que quieren penalizar el aborto;Y así por el estilo. El único animado y con ganas de jelengue parece ser el Orgullo de El Calandrio, que se esfuerza por levantar el ánimo de esta tropilla de malvivientes, hoy zuata y ataráxica, sin ganas de beber, que ya es decir.
--Somos afortunados, insiste El Bolas--: ¿Cuánto gastan al mes los clasemedieros porteños en Cablevisión, Sky y demás chunches, buscando enajenarse con programitas babosos del Discovery Channel, People&Arts, TNT…? Nosotros nomás le picamos la cresta al brujo de la Pimería con una forjada, y luego luego empieza a contarnos alguna de sus aventuras, en viajes de maravilla por tiempos y lugares que jamás habremos de visitar. Es un pozo inagotable de recuerdos, fábulas, ensoñaciones, encuentros (y una que otra exageración, es cierto); pero a poco no es mejor nuestro Chamán. Es más, se lo echo a la Internet.
La prédica del calandreño no prende entre aquellos insignes representantes del bajo mundo insular, razón por la que El Bolas debe encaminarse hacia el tronco de colorín donde el anciano yace enyagualado, dándole calor a esos huesos que han soportado ya –dicen—varios cientos de inviernos. Coloca reverente en la garra del Viejo Chamán una panzuda ampolla de bebestible y, como si lo hubiesen conectada a la corriente, éste se arranca con una historia verídica. Juzguen nomás:
“En las cercanías de Malarrimo hay un túnel submarino mucho muy tamañudo. Tan grande es la espelunca que ai se forma, que las ballenas la utilizan pa cruzar del Pacífico al golfo de California en menos tiempo del que yo tardo en contarlo… es tan juerte la corrientada que jala de un mar al otro, que cuando estás en la sierra de San Francisquito, si pegas la oreja a un cantil puedes escuchar sus marullos y bufidos, como si jueran las tripas de un gigante. Una vez –yo lo vide— una de las carracas balleneras de Scammon fue jalada por el chupadero que se forma en su boca… devisamos, dende lejecitos, cómo empezó el remolino a tragársela, y la tripulación a gritarnos, como si nosotros pudiéramos hacer algo por…”
Santo remedio. Los miembros del infelizaje empiezan a arrimarse y a rodear al centenario yaqui con cara de lelos, fascinados ya con aquella voz pedregosa, atávica, como lo han hecho durante milenios los niños bajo las estrellas, alrededor de la fogata.
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