viernes, 19 de agosto de 2011

Llenos de nada...




Amor en el Distrito Federal



Sven Amador Marín

El Distrito Federal, como otras grandes ciudades (al menos en Latinoamérica), no es un lugar para viejos romances donde el encuentro de las almas gemelas se da por un trazo en las estrellas.

Él trabajaba de conserje en la estación “Bellas Artes” del Sistema de Transporte Colectivo de la capital mexicana, mejor conocido como Metro. Desde hacía un par de meses que estaba residiendo en “la ciudad de los palacios” —como la llamó el inglés Charles Joseph Latrobe— y tenía serios problemas económicos que enfrentaba con espíritu alegre y aun estoico. Tú estudiabas Medicina en la Universidad Nacional Autónoma de México y para llegar ahí tenías que cambiar de Metro en la estación de Bellas Artes; bajar de la línea dos, que va de Cuatro Caminos a Tasqueña y transbordar en la línea tres que va de Indios Verdes a Universidad. La puntualidad nunca fue una virtud que te caracterizara por lo que siempre se te veía a las prisas.

 
Aquel día andabas muy absorta con un libro de anatomía porque en unas horas ibas a presentar un examen sobre dicha materia. Fue tal tu distracción que en lugar de tomar las escaleras que conducen a la línea tres, te seguiste por los escalones que daban a la explanada de Bellas Artes. Él ya te había visto un par de ocasiones y por tu aspecto (pelo enmarañado, mochila al hombro y libro en mano), dedujo que eras estudiante. Seguido portabas la bata reglamentaria de la facultad «para ahorrar tiempo» y fue así como se atrevió a abordarte para corregir tu mala ruta.

—¡Hey!, ¡hey! Si vas a Ciudad Universitaria no es por ahí —te dijo y tú volteaste sorprendida de que un extraño te dirigiera la palabra pero te tranquilizaste a medias cuando viste una curveada y anaranjada “M” tridimensional en su overol—. Es que vi tu bata y supuse que ibas a la UNAM. Por donde vas sales a Bellas Artes.

Le regalaste una media sonrisa por el apuro. «Gracias» le dijiste. Entonces cambiaste de rumbo por las escaleras que te llevaban a la línea tres donde transbordarías el Metro correcto pero detrás de ti escuchaste que él entonaba una canción de Fernando Delgadillo que alguna vez oíste en un café de Coyoacán. La cantaba en el mismo e intencional tono vulgar con que la interpretaba el autor «oye reina, yo te guiño mi ojo izquierdo con pasión…». Te dio risa la ocurrencia pero no te detuviste. «… le ponemos Ferdy al niño, y Esperanza a la canción». Sentiste que te venía siguiendo. «Linda canción» le dijiste con un poco de temor mezclado con ironía.

—Gracias —respondió deteniéndose.

Continuaste tu camino y ya a lo lejos alcanzaste a escuchar:

—Porque me arrastro con fruición donde caminas…

Y lo borraste de tu memoria sin darte cuenta que, al entonar un par de versos más —«… mi caprichosa, aquí esta tu mero-mero Pepe el Toro Valenzuela…»— y un par de simpáticos silbidos albañilescos, él corrió tras de ti invitándote a tomar un café; después, al no encontrarte, pensó que tal vez habías salido a la explanada así que se fue para allá y el bullicio típico de paisanos y extranjeros fue lo único que alcanzó a distinguir.

Meses después, volviste a equivocar el rumbo, de lo que te percataste cuando la luz diáfana del cielo capitalino, testigo de tantos sucesos históricos, te golpeó la cara; pero antes de devolverte, escuchaste a unos cuantos metros un alboroto que llamó tu atención así que echaste un ojo y viste que un grupo de personas se conglomeraban en torno a algo, lo que después, entre las piernas de tantos curiosos, distinguiste como un individuo recostado sobre el pedestal de mármol de uno de Los Pegasos, construidos por el español Agustín Querol. Suponiendo uno de tantos accidentes, el espíritu del próximo juramento hipocrático que estabas por proferir, además de la típica curiosidad mexicana, te lanzó.

Encontraste a un hombre joven, tal vez de unos veintiocho años, recostado, en efecto, sobre el pedestal de mármol. Trataba de ganar altura apoyándose con la mano izquierda para sentarse bien pero cada movimiento le era muy doloroso. Con la mano derecha se cubría el costado izquierdo a la altura de las costillas.

—¡A un lado! ¡A un lado! Estudio Medicina —dijiste en un tono grave.

Al llegar, el hombre fijó su mirada en tu rostro desvelado como tratando de reconocer a alguien, entonces retiró la mano de su costado y la acercó a tu cara para acariciarte la mejilla manchándola con su sangre, la retiraste suavemente sin saber qué hacer con ella pero buscándote mayor libertad para observar el daño. Hiciste una ligera exploración en la que descubriste una herida entre la cuarta y quinta costillas provocada por un arma punzo cortante. Manaba sangre pero nada escandaloso así que te tomaste tu tiempo.

—Llamen a una ambulancia —le dijiste al rostro indefinido de los varios curiosos.

—¿No te acuerdas de mí? —escuchaste que te preguntaba el extraño hombre herido.

No le respondiste. Hiciste presión sobre la herida para detener la hemorragia y olvidaste preguntar cuánto tiempo llevaba así.

—¿Quieres tomarte un café conmigo? —te volvió a preguntar y esbozaste una media sonrisa.

No se te hizo desagradable aun estando herido; portaba un desgastado pantalón de mezclilla, una camisa color mostaza desfajada y manchada de sangre y un viejo saco café.

—Usted ¿nos puede traer dos cafés? —le dijiste a un señor que estaba cerca con intenciones de ayudar.

Sacaste un billete de cincuenta pesos, de esos que siempre pensaste que eran de juguete, y el señor, un tanto incrédulo, se alejó. Al momento te arrepentiste; «y ¿si ya no vuelve?» te preguntaste mientras buscabas cómo improvisar un lienzo para ejercer presión fija sobre la herida que seguía sangrando.

—¿Quieres que te dé un masaje en los pies? —volvió a preguntar el hombre herido. «Pobre —pensaste— está delirando» pero se te hizo descortés ya no responder.

—¿Por qué habría de querer? —le dijiste en un tono afable y divertido.

—Porque te duelen —respondió.

—¿Ah sí? —le preguntaste más divertida, sin darte cuenta de un apretón que le causó dolor.

—Sí, porque todo este tiempo has estado corriendo en mis sueños…

Un silencio reinó entre ustedes; un silencio de esos incómodos e indescriptibles. Te quedaste asombrada ante lo que acababas de escuchar; olvidaste lo del lienzo y lo miraste fijamente a los ojos por primera vez. Sentiste cierta familiaridad con el extraño aquel, pero no lograbas explicarte de dónde.

Primero le escuchaste una tonadita simpática pero viciada por el padecimiento, después te llegó con nitidez la canción.

—Vale más mi humilde amor que el baño de oro de tus aretes. Porque un piropo callejero se me fue cuando te vi, me crees corriente… —y el dolor le impidió continuar cantando.

No podías creerlo, ni siquiera imaginaste que fuera posible que lo conocieras pues sería una casualidad entre más de veintiún millones y medio de habitantes.

—¿Cómo te llamas? —te preguntó tras una profunda y dolorosa bocanada de aire.

—Esperanza —respondiste. Él sonrió y pronunciando tu nombre se le evidenció un sesgo de inmensa revelación que le frunció el ceño con una arruga vertical entre las cejas.

Entre tanto, comenzó a recordar que, por andarte buscando con tanta y obsesiva insistencia en las últimas semanas, lo despidieron de su trabajo; sin dinero no tuvo con qué pagar la renta del cuartucho y fue desalojado. Sólo le quedó una guitarra acústica que compró en Paracho, Michoacán.

Se ponía a tocar algunas canciones de trovadores sentado en los escalones de la estación del Metro donde suponía que te encontraría, hasta llegaron a pensar que era un mendigo que se ganaba la vida interpretando canciones con su guitarra en el Metro y en más de una ocasión le dejaron unos pesos a sus pies. En cierto sentido sí era un limosnero porque te mendigaba desde aquella vez que corrigió tu mala ruta, pero tú ni siquiera imaginabas esto.

Ese mismo día, minutos antes de que llegaras a brindarle los primeros auxilios, salió de la estación de Bellas Artes y creyó verte a unos cuantos metros, se acercó por detrás y cuando la muchacha se dio vuelta, se disculpó por la confusión. No eras tú. Estaba a punto de regresarse cuando un hombre se le aproximó con cierta actitud un tanto agresiva preguntándole qué quería con su mujer. «Nada —respondió— la confundí con otra persona» y el tipo interrogó a la que parecía su propiedad si conocía a ese hombre. «No —respondió ella con temor— nunca lo he visto».

—Entonces ¿qué quieres?

—Nada —respondió él dándose media vuelta para retirarse mientras sujetaba la guitarra al hombro.

—Déjame ver tu lira —y se la arrebató. En ese preciso instante se acercaron otros cuatro hombres que le obstruyeron el paso mientras el primero se alejaba entonando una improvisada canción burlesca; trató de darle alcance pero no lo dejaban.

—¡Hey espera! ¡No te la lleves! —comenzó a gritar y forcejear con los hombres fijando su mirada en el que le había quitado la guitarra.

—Tranquilo, no pasa nada —le dijo uno de los hombres— te compras otra en Peralvillo, ahí en Tepito y ya —pero sin prestarle atención lo empujó y otro de los tipos sacó una navaja que le impactó en su costado izquierdo y comenzaron a dispersarse disimuladamente en distintas direcciones.

Dio unos pasos mientras tarareaba la misma canción que entonó cuando te habló por primera vez pero sentía que cada vez le hacía más falta el oxigeno; era la misma canción que siguió tarareando hasta caer herido muy cerca del pedestal de mármol de uno de Los Pegasos a donde fue a recostarse, el mismo sitio donde lo encontraste. Claro, tú no sabías nada de esto, como tampoco sabías que la herida fue tan profunda y limpia que perforó hasta el corazón y ahí, entre tus manos, estaba muriendo.

Cuando llegó la ambulancia, él volvió a empezar la canción pero ahora con suma agonía «… le ponemos Ferdy al niño, y Esperanza a la canción… ». Entonces te llegó una señal de clarividencia que te indicaba de dónde se te hacía familiar, pero al mismo tiempo te sobresaltaste porque su corazón dejó de latir.

Los enfermeros se acercaron y colocando la camilla en el suelo, subieron ahí su cuerpo sin vida para después colocarlo en la parte trasera de la ambulancia. Uno de los enfermeros te vio con desdén.

—Eres estudiante ¿verdad? —te preguntó mientras cerraba las puertas de la ambulancia y se encendían las sirenas.

—Aquí están sus cafés, señorita —escuchaste tras de ti una voz grave que era la del señor aquel que te hizo el favor de traer los cafés, y con uno en cada mano rodó una lágrima por tu mejilla porque era tu primer muerto y aún no te graduabas, y ¡claro!, cómo ibas a saber que él era el hombre de tu vida (si es que todavía se puede acuñar tal expresión) si el bullicio e inseguridad de la ciudad no permiten hablar con extraños.

Tijuana, Baja California, mayo 2009

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