jueves, 5 de enero de 2012

De viajes y memoria

Juan Melgar




Doce burros habrá aparejado el joven José Rosa Arce, amarrando con reatas trenzadas y gesto seguro, elegante, las latas mantequeras con hígado de tiburón a los costados, en los ángulos de madera liviana pero fuerte de los burriquetes. Cuatro latas cuadradas de hígado de tiburón en cada asno completaban la tonelada de producto que viajaría de la costa del Pacífico a Cachanía, de donde se iría en barco a Marsella.

Estaba por concluir la segunda década de aquel siglo convulso. La guerra que cambiaría el mapa de Europa y destrozaba miles de cuerpos jóvenes en las trincheras iba a ser la última, según creían los contendientes, asustados por la barbarie que seguían generando. La culta Europa de 1918 necesitaba hígado de tiburón como reconstituyente de sus soldados: más energía, igual a ¿más ferocidad combativa?

Sobre esto meditaría esa madrugada abrojeña el joven José Rosa Arce (que luego, con la edad, pasaría a ser Tío Locha) mientras enterraba bocabajo en el médano la pesada panga de madera para cubrir con ella la remendada carpa, la fondeadera, los remos y la vela. Meses después liberaría todo aquello para rehacer el paraje y botar la embarcación en una nueva temporada de pesca.

“No es justo que yo tenga trabajo porque en aquella tierra la gente se está matando” —habrá pensado— “pero hay que sobrevivir”. Enrollaría la lona con la cobijas y tras colocarlas en la grupa, montaría —forrado de cuero desde el sombrero a las polainas— el macho josco aquel que tanto miedo le tenía a las espuelas, que no necesitaba acicatear: el solo retintín de las espuelas le bastaba.

De Abreojos a San Ignacio por los voladores médanos de El Rabich, la mesa de La Berrenda y el arroyo de San Ángel se viajaría en siete jornadas, pues los burros son lentos, tiene su paso, y hay que procurarles agua en las tinajas. A Cachanía el viaje con la recua sería de sólo dos días. A veces, en los llanos de La Esperanza o en el arroyo de Purgatorio se encontraría con sus primos serranos de San Gregorio y sus recuas cargadas del mezcal que venderían en los aguajes clandestinos donde los mineros yaquis y mestizos olvidaban las penas del socavón. Conversarían al amor de la fogata sobre novedades recientes: decesos, matrimonios, nacimientos, latrocinios de los jefes políticos... Ya en el puerto, allí se entregan las latas de hígado a los de la Compañía de El Boleo y ellos las embarcarán. Regresaría a San Ignacio con la recua cargada de provisiones, ropa y enseres que los franceses traían en sus barcos y que José Rosa compraba en la tienda de raya.

De nuevo al Camino Real de las Misiones, por Las Vírgenes y el cerro Colorado hasta San Juan, ese barrio de San Ignacio que es (fue) el paraíso: granados, higueras, palmas datileras y viñas al lado mismo del ojo de agua represado por los antiguos californios para disfrute de los nuevos.

Allá, por los cincuenta, Tío Locha volvería a vivir, ante este escucha atento, aquellas sus andanzas desde la azul ceguera de los noventa y cuatro años, meciéndose apenas en su poltrona, sin soltar el brilloso bastón de guayabo y con las delgadísimas y escasas hebras de plata revueltas en las sienes por la brisa. Como Homero. Como Borges.

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