sábado, 17 de septiembre de 2011

Führer de la ciencia.

Sven Amador Marí


 


Cuerpos. Decenas de cuerpos desperdigados. Infinidad de cuerpos esparcidos a lo largo y ancho de esta Berlín en ruinas. Colmada del más abrumador de los silencios que de repente se rasga por el ruido de un disparo lejano o el crepitar del fuego en algún lado. El silencio es la res extensa de que hablaba Descartes, en medio de tan abominable guerra. Todo esto es producto de la inteligencia humana; el problema no era cómo eliminar a diez mil judíos, gitanos, bolcheviques, polacos y homosexuales en un solo día, sino cómo deshacerse de los cadáveres. «Les decíamos que se iban a dar un baño», me confesó Reiner en cierta ocasión, hablando de las cámaras de gas.

Ahora aquí, delante y alrededor de mí, están los cuerpos sin vida de muchos de esos enemigos impuros que murieron bajo la luz de la razón y yo, particularmente yo, he llevado la razón hasta sus últimas consecuencias. ¿Quién soy yo para transgredir los límites del tiempo y el espacio, para transgredir el curso natural de la vida?

Soy un amante desesperado.

Jamás, bajo ninguna circunstancia y de ninguna forma, hubiera imaginado tales consecuencias el día que caminamos como acompañantes anónimos en la ciudad de aquel país latinoamericano en que estudié, queriendo huir de los terrores de la Gran Guerra donde todo el heroísmo y honor se perdieron con esos combates a distancia donde prevaleció la técnica.

La había visto en el transporte público y no llamó mi atención salvo por su cabellera enmarañada. Nos bajamos en la misma parada y cada quien caminó por una de las aceras de la calle. Se detuvo unos segundos para cruzarse a la misma banqueta por donde yo transitaba pero justo en ese momento entré a una tienda a comprar el diario del día porque en ese ejemplar salió publicado un artículo mío sobre la nostalgia que no me dejaba tranquilo por aquellos días. No pensé que me lo fueran a publicar porque en medio de la nota metí la narración de un encuentro amoroso cargado de cierto lirismo que la gente de entonces y los tiempos, ni siquiera hubieran valorado. No los culparía.

Al salir del negocio casi choco con ella y al caminar en la misma dirección, nos fuimos juntos. Al principio quise adelantarme acelerando el paso para que no malinterpretara la repentina “compañía”, pero ella sostuvo mi paso. Lo tomé como una señal de que no le molestaba. Yo caminaba por debajo de la banqueta y ella sobre la misma. Cuando había un carro estacionado, yo lo franqueaba subiéndome a la acera y seguíamos caminando juntos. La caminata de repente se volvió una compañía de lo más natural, como dos amigos que han compartido sus confidencias todo el día, como un matrimonio otoñal que sale a oxigenar los pulmones en una caminata por el parque, como unos novios recién estrenados con el nerviosismo de los primeros días, o como todo, menos como dos completos desconocidos.

La caminata seguía por todo el bulevar pero a eso de unos quinientos metros yo tenía que ingresar al fraccionamiento donde vivía y lo más seguro era que ahí nos separaríamos. Lástima, justo cuando empezaba a disfrutar su compañía silenciosa, despreocupada y serena.

Al llegar al cruce donde yo debía dar vuelta a la derecha, quise hacerlo por detrás de ella y para eso disminuí un poco el paso y dejarla pasar, pero con sorpresa descubrí que ella también viraba en la misma dirección que yo. Cuando aceleré de nuevo el paso, volteó, me miró y se sonrió mostrándome su blanca hilera de dientes que jamás olvidaría.

—Parece que venimos juntos —le dije entre sonrisas.

Ella siguió sonriendo con algo de pena en tanto recogía sus cabellos para verme.

—¿Vives por aquí? —le pregunté.

—Sí, vivo aquí a dos casas.

—Ah, qué bien. Heller, mucho gusto.

—Miriam.

—Bueno, hasta luego vecina de fraccionamiento.

De ahí todo devino en febriles encuentros y salidas que después se convirtieron en experiencias románticas en el curso del siglo más anti-romántico y finalmente en el pacto sosegado de estar juntos toda la vida.

No logro entender el verdadero alcance de una inteligencia tan maléfica. Miriam desapareció un día que fuimos a un centro comercial. Así, simplemente desapareció cuando fue al baño y tras el escándalo que me alertó, acudí a buscarla, sólo encontré una misteriosa tarjeta con un acertijo inscrito. Desde entonces reté a la física, a la química, a la biología y a la filosofía; desafié a todas las ciencias exactas y especulativas hasta lograr estos viajes a través del tiempo y del espacio, y hasta lograr también la reanimación de las células muertas, a excepción de las neuronas.

Entre los muchos viajes que he realizado, los años se me han convertido en países, pero no he logrado recuperar a Miriam y hasta el día de hoy me he negado a resignarme. Pero este panorama no es nada alentador, son estos cuerpos que desnudos caminaron hacia su muerte, que tal vez ni siquiera supieron que desde nacidos, comenzaron la andanza hacia el cadáver que ahora son, hacia el despojo humano que hoy ya son. Son hombres y mujeres, niños y ancianos. No, no son eso. La aniquilación sistemática de sus congéneres —y de la que soy partícipe—, les ha robado el centro de su humanidad: su identidad. Desde que algunos cruzaron el umbral de Auschwitz donde una irónica frase les daba la bienvenida —«el trabajo purifica»—, dejaron de tener un nombre y un pasado, familia y suelo, dejaron de poseer una nacionalidad; su dignidad dejó de acompañarlos, se cosificaron, se volvieron objetos de una increíble inteligencia aniquiladora con los mejores cimientos del más puro y exquisito pensamiento, el de Heidegger, que puso al hombre ahí, arrojado sobre sus proyectos y que lo hacia ser en la medida que creaba sus propias elecciones. ¿Se imaginaba Miriam aquel día que al decidir sostener mi paso para caminar como acompañantes anónimos, acarrearía todo esto?

La ciencia es el dasein de la maldad, es la maldad actuando, es el ser-ahí de la maldad. Es la maldad-ahí.

En el 2009 se dio a conocer el desarrollo de un colisionador de hadrones con los principios de la máquina que yo construí. Se colocó en la profundidad de suelo francés e intenta producir y mantener la anti-materia a fin de recrear las condiciones del Big Bang y el origen del universo. Si se inestabiliza esa anti-materia fuera del vacío, la ruina puede alcanzar proporciones catastróficas.

En 1998 el virus que produje, y que cayó en otras manos, se expandió por todo el Este de Estados Unidos de Norteamérica y de ahí saltó a otros países. El virus provocó una epidemia de muertos vivientes, llenos de ira y sedientos de sangre. Una explosión devastadora en las principales ciudades erradicó el problema. Hubo infinidad de daños colaterales.

En agosto de 1945 Truman ordenó el bombardeo atómico que desapareció del mapa a dos ciudades del imperio nipón dando por concluida la Segunda Guerra Mundial. Muchos años después, los seres humanos siguieron sufriendo los efectos del envenenamiento por radiación, leucemia y cáncer, además del asombro con los documentales triunfalistas de los aliados donde se mostraban los campos de concentración. Tanto los trabajos con uranio 235 y plutonio 239 así como el diseño de las cámaras de gas con Zyklon B, estaban inspirados en mis estudios.

¿Qué fuimos o hemos sido después de Auschwitz?

La faz de la tierra cambió desde entonces y por un simple acto de arrojo hacia un proyecto: estar con Miriam.

Regresé en el tiempo a ese fatídico día en que Miriam desapareció, para mantenerla a mi lado a cualquier precio, fueron muchas las ocasiones en que hasta lo obsesivo traté de evitar su desaparición pero siempre, bajo las más extrañas circunstancias, desaparecía y, en su lugar, siempre estaba la tarjeta con el acertijo que señalaba a Einstein como referencia: relatividad, así que me decidí a resolverlo enteramente.

Al final pude evitar su desaparición pero no su muerte: falleció entre mis brazos en medio de esta guerra donde Alemania siente que es el centro y la esperanza de occidente, atenazada por el mercantilismo norteamericano y la masificación bolchevique. Al menos sabía dónde moría, lo siguiente sería reanimarla. Años de estudio me sumieron en la postración. Sentía que la vida se me escapaba con tanta inversión en la masa de los eslabones que componen el tiempo y el espacio para realizar estos viajes y desentrañar los misterios más profundos. Envejecí muy pronto y mis nostalgias no tuvieron cabida en mi alma. Estuve al borde de la locura con fórmulas y experimentos, libros e instrumentos de laboratorio: el país del desarraigo, el abandono y la más miserable soledad; pero valdría la pena, ¿valdría?

Logré desarrollar la sustancia que reanima las células, que volvía a la vida. Con un solo intento fallido, sumí a varias naciones en la desesperación de una tormentosa epidemia de muertos vivientes, o vivos sin vida. Seres que andaban persiguiéndose entre ellos para comerse, para devorarse. Fue pavoroso ver cómo aquella señora saturada de ira le sacó los ojos a su esposo con los pulgares de sus manos. El mundo no conocerá de nuevo la paz; pero finalmente logré perfeccionar el “virus” aunque las circunstancias con mi extraño patrocinador no me permitieron comprobar los resultados.

Estoy en el país de 1945, abril. Las tropas de los aliados avanzan. En una jugarreta de la historia, fue mi propio invento el que trajo a Miriam hasta aquí, y aquí yace como un cadáver más sin identidad. La máquina que me permite estos viajes ha quedado destruida por el avance de los tanques y tropas, y no podré regresar a mi año, a mi país, a mi gente. Pero existe la posibilidad de estar con Miriam de nuevo como los acompañantes anónimos que fuimos desde la primera vez que nos vimos. Nada más importa. Hace unos minutos le inyecté la sustancia a Miriam para reanimarla pero no pude esperar a que reaccionara, tuve que esconderme del avance de un escuadrón soviético en un edificio derruido. Ya pasaron y he vuelto a donde estaba Miriam. No está. La busco entre los cadáveres y las ruinas de esta ciudad desolada. Una Luger me acompaña, la tomé de entre las pertenencias de un oficial alemán que fue sorprendido por la muerte mientras tocaba el piano, quién sabe a cuántos “enemigos” habrá eliminado con ella.

¿Quién dijo que la historia es un devenir claro, puro, racional y apolíneo de sucesos? La historia son puras ruinas. No encuentro a quién pedirle perdón. Espero que Miriam sea mi redención y que en ella pueda encontrar la paz de mi miseria.

Herr Hitler fue el Führer de la política; Martin Heidegger fue el Führer del pensamiento, y yo he sido el Führer de la ciencia, pero no pueden co-existir tres soles brillando con tanta intensidad, forzosamente unos se verán eclipsados. No puedo creer que los rayos de esos soles hayan creado esto. Esto no es real, al menos que la realidad sea caos puro.

Martin Heidegger y Friedrich Nietzsche le dieron a Adolf Hitler todo el fundamento ideológico para proceder de esta manera, yo le di toda la ciencia y técnica que necesitaba para aplicar aquel sistema o aparato ideológico. Sólo faltaba un pueblo herido en su orgullo y un orador ferviente; el primero surgió con el tratado de Versalles que humilló a la nación alemana cuando avanzaba triunfante sobre París. Yo estuve ahí entre aquella soldadesca agobiada y cansada, pero con el orgullo germánico de sus antepasados en cada gota de sudor y sangre. «Los políticos detuvieron el avance, ellos perdieron la guerra», le escuché decir a un teniente. Al orador se dice que lo produjeron las circunstancias. El Vaticano calló; Francia, Inglaterra y Estados Unidos callaron. Todos callaron como si estuvieran hartos de un viejo régimen y desearan cambiarle el rostro al mundo, pero no se imaginaban de qué era capaz la inteligencia alemana.

En aras de colocar por encima de las demás naciones esa inteligencia, alguien empleó mis estudios e investigaciones científicos y yo mismo participé de algunos de ellos. Fui un oportunista. Quería aprovechar los estímulos nacionalistas y el apoyo económico para avanzar más rápido en mi proyecto personal; todo me era propicio, pero por hacerlo, el mundo ya no será igual, el mundo está resentido y la triunfante democracia recibió un fuerte golpe de rencor el once de septiembre de 2001…

Uno de los cadáveres se mueve.

El único movimiento que hasta ahora había observado, era el que provocaba el paso tortuoso de la desolación.

Sonidos guturales vienen de ese bulto en movimiento. No lo distingo bien porque está entre otros cuerpos sin vida, pero los sonidos, aunque débiles, son claros. Así debió escucharse Lázaro tras su gloriosa resurrección. Debe ser ella.

—¿Miriam?

Hacía tanto tiempo que mis labios no pronunciaban ese nombre. Siempre había estado revoloteando en los recovecos de mi mente moviéndome a actuar, pero mi garganta no lo había articulado de nuevo. Un calosfrío me recorre la columna vertebral. Mi mano suda mientras busca ser un contacto cierto con la fría realidad al aferrarse a la Luger.

—Miriam, ¿eres tú?

Todo habrá valido la pena.

Pero si me reconoce y la sustancia funcionó, ¿cómo voy a explicarle todo? No podría ocultarle la verdad aunque sepa que siempre me mantuve escondido en la sombra del anonimato, en las penumbras de mi laboratorio. Seguro tendrá muchas dudas. Ni siquiera imagino cómo será volver a la vida. Se levanta. Es ella; podría reconocer esa cabellera y esa espalda en cualquier parte.

—Miriam, he venido por ti.

No se cómo vamos a reconstruir nuestras vidas, pero buscaremos un lugar donde podamos sentirnos arraigados; donde podamos respirar la esperanza de un mejor mañana, donde el aire puro de la naturaleza sea un bálsamo para las heridas del alma. Un lugar donde podamos sentirnos en casa con tan solo ver el rocío sobre las hojas de los árboles. Un lugar verde, con hermosas praderas y campiñas en primavera, alejado del bullicio citadino. Ese será nuestro hogar y el hogar de nuestros hijos.

Sus movimientos son torpes y lentos; no debe ser fácil tomar el control del cuerpo tras unas horas de fallecida. Se gira despacio y me ve. Es ella… pero no es ella. Su rostro parece inerte, como muerto. No revela atisbo alguno de emoción. Me ve pero no me ve, es como si mirara el horizonte infinito que se despliega detrás de mí. Da unos pasos también torpes. Saldría corriendo a ayudarla si este asombro no paralizara mis piernas. Sí es ella, no cabe duda pero no me ha reconocido. ¿Se habrá olvidado de mí? No habla y me ve con esos ojos que más bien parecen vacíos.

—Miriam, soy yo, Heller, ¿me recuerdas?

Viene hacia mí. Toda ella es torpeza. Deja escapar un gemido, o ¿sería más correcto decir “ronquido”? Es un sonido grueso de su garganta. La sangre y el lodo mancillan su rostro y sus manos —manos que cuelgan de unos fláccidos brazos—, toda ella está sucia, pero es ella, es Miriam caminando, caminando hacia mí. Todos estos años yo caminé hacia ella a través del tiempo y del espacio, a través de la vida y de la muerte y al fin es ella la que viene hacia mí con esos tiernos y torpes pasos de bebé. Ahora yo doy un paso al frente para salir a su encuentro. No puedo creer que esto esté sucediendo, el momento que tanto esperé. La gloria por encima de toda culpa. Suelto la Luger para poder recibirla en mis trémulos brazos. Mi corazón late con rapidez, quiere salir corriendo hacia Miriam.

—Te extrañé tanto, tanto.

No alcanzo a reaccionar.

Cuando ya está cerca, Miriam se lanza sobre mí con una agilidad que nada tiene que ver con la torpeza de sus anteriores movimientos.

Me toma entre sus brazos y aferra, no, encaja sus dedos en mi espalda y no un gemido, sino un gruñido de animal hambriento se escapa de su garganta antes de tirarle una mordida a mi cuello.

Se que la adrenalina y otras sustancias orgánicas anestesian mi organismo ante el intempestivo dolor del ataque.

Me arroja al piso y comienzo a desangrarme. Me arrastro hacia ningún lado. El sol se esconde tras las nubes, apenas se ve como un punto pálido y distante. Estoy viendo el cielo justo cuando Miriam cae de nuevo sobre mí. Me muerde un omoplato, me lo arranca; siento el fuerte tirón de mis nervios cual tensas ligas. Veo brotar una sangre que no parece ser mi sangre. Grito y trato de zafarme. Sus dedos se encajan en mi cuero cabelludo y me restriega sobre el lodo del suelo ahogando mis lamentos. Me muerde el brazo derecho. Siento el resoplido de su respiración y la escucho devorarme pedazo a pedazo. Mis extremidades tiemblan con la tensión de los nervios y el esfuerzo de los músculos por zafarse. Ahora me muerde la oreja y mejilla izquierdas. Respira en mi rostro, babea sangre sobre mis ojos y mi boca. No puedo moverme. No sólo el cansancio de la jornada, sino el asombro de lo que está sucediendo, me impiden moverme. Ella está sobre mí comiéndome pedazo a pedazo como si se tratara de un suculento bistec. Me toma de los cabellos y comienza a estrellarme contra el suelo repetidamente. Cierro los ojos ante cada impacto y cuando vuelvo a abrirlos veo cómo salpica el lodo y la sangre. La anestesia natural ya no funciona. Se me atragantan los gritos en la garganta. Miriam, la mujer que amo, me está comiendo vivo.

La Luger.

Veo el arma a unos centímetros de mi mano. Si el virus falló, Miriam ni siquiera imagina qué uso puede tener ese artefacto.

Grito. Grito con fuerzas cuando muerde mi muslo y se lleva nervios y tendones entre sus sanguinolentos dientes. La misma hilera de aperlados dientes que amaba ver enmarcados por una de sus sonrisas. Con su puño izquierdo golpea desesperadamente mi espalda como si su presa fuera a escapar, ¿qué haría si me voy? Me arrastro hacia la Luger con el peso de Miriam sobre mí y mis fuerzas menguantes.

Un poco más…

Levanto un poco la cabeza para calcular bien la distancia que me resta por salvar para alcanzar la Luger. No lo imagina, pero el instinto que la consume y la sed que la devora, saben que una presa viva es más difícil de comer. Me golpea, me aruña en el rostro, me mordisquea. Soy una costra humana, soy un pedazo de carne ensangrentada. Yo ya no soy yo, cada vez soy más el cadáver que nací para ser. Un despojo más de esta pútrida humanidad que bien podría causarle una indigestión a Miriam.

No logro defenderme de ella, estoy débil y además cansado de vivir. Si mi cuerpo no reclamara mis gritos, me quedaría callado pero es la única forma, ilusoria, por cierto, de dejar salir el dolor de un cuerpo devorado y un alma desgarrada.

Un grito más. Pero un grito apagado ante el ojo que se aparta de su cuenca. La luz de mi ojo derecho se apaga. Los párpados del ojo izquierdo se cierran y se aprietan con fuerza. No veo. Casi imperceptible o como una sola sustancia conmigo, escurre la sangre por mi rostro. No hay alguien que me ayude, sólo un montón de cadáveres, un montón de futuros semejantes. Creo que ya no respiro, mi corazón comienza a detener su rápido latir, mis fuerzas menguan casi hasta desfallecer por completo. Estoy vencido y Miriam se muestra satisfecha, plena, feliz y realizada ante el banquete que encontró.

La Luger ya está en mi mano. Un poco más de fuerza, un último esfuerzo. No sabía que la mandíbula humana tuviera tal fuerza para quebrantar huesos. Miriam rompe las costillas de mi costado izquierdo con una tremenda mordida. Siento como si unos hierros me atravesaran. Se me escapa el aire. Entre el velo escarlata que cubre la visión de mi ojo izquierdo, veo a Miriam succionando mis instintos y tejidos con un deleite que me recuerda una de las tantas veces que la hice mía. Como de costumbre y sorpresivamente nos escapamos a un hotel en el bello Pacífico mexicano a vacacionar. Me dijo que me iba a devorar a besos. Nos cubrimos con una sábana y fue besando mis labios, las mejillas, el cuello, los hombros y el torso, después el costado y ahí vi su melena esparcida sobre mi pecho, acerqué mi mano para acariciarla con apasionada ternura y entregarnos a la embriaguez dionisiaca de un amor resuelto.

De nuevo acerco mi mano derecha a su melena sucia, apunto la Luger a su cabeza.

—Perdóname, Miriam.

Y jalo el gatillo.

Ahora yo quedo salpicado por la sangre de sus sesos. Su cuerpo yace inerte sobre el mío y sólo me resta esperar la agónica muerte que me sobreviene. Esto, aquí, ahora, ¿lo habrán experimentado Hitler y Heidegger? Verdaderamente somos seres para la muerte, la nulidad de todas las posibilidades humanas o la suprema imposibilidad de todas ellas.

Esperaba pasar la Navidad con ella.



La Paz, Baja California Sur, 2010.

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