Sven Amador Marín
—Imagínese, licenciado, que juera así como asté dice…
—Es que así es, Ramón. Tienes que entenderlo.
Ramón piensa mientras niega con la cabeza asemejando el curso de un péndulo. Él es un ranchero sinaloense y como todo buen ranchero, es pragmático de hueso colorado. Aunque él no sepa lo que signifique pragmatismo, no se puede afirmar que sea tonto.
—Mira Ramón, la cosa está así: mataste a un hombre y eso, aquí y en China, es un delito, está mal.
—Sí lo entiendo, licenciado, pero entiéndame usté a mí.
El licenciado Chávez es un teórico de las leyes y un experto en las técnicas escritas (y no escritas) de los procedimientos jurídicos.
Desde la antigüedad a todos nos ha quedado claro que matar a otra persona está mal, pero tal parece que la escala de valores de Ramón es diferente.
—Mire, licenciado, mi compadre no cumplió su palabra y yo le dije que si no me pagaba ese día, lo mataba; si no lo hubiera hecho, hubiera cometido el mismo delito, ¿eso no es igual de grave?
—Sabes que no, Ramón, y por eso estás aquí, en esta pocilga de cárcel. Necesitas reconocer tu delito y con buena conducta y trabajo no remunerado a favor de la comunidad, saldrás en unos quince o veinte años, tal vez menos.
—Y el compadre, ¿cuánto tiempo tardaría en salir si no lo hubiera matado y siguiera vivo?
—Eso es irrelevante, Ramón. Él está muerto y tú estás vivo; tu mujer y tus hijos te esperan, tienes clientes también esperándote para hacer pedidos de queso, leche, jitomates, más siembra y cosas de tu trabajo; tus papás están preocupados y tus hermanos se andan moviendo con gente conocida porque todos quieren verte fuera lo más pronto posible, ¿no pensaste en estas consecuencias cuando mataste a tu compadre sólo porque no te pagó en la fecha que acordaron? A lo mejor pensaba pagarte uno o dos días después y…
—Pos sí, licenciado, pero me hubiera dicho eso desde el principio; todavía me hubiera hablado un día antes, ¡o el mismo día!, pero nada, no le interesó cumplir su palabra.
—Tu declaración no nos ayuda para nada.
—Usté ve muy aquí, licenciado —dice Ramón colocando su mano frente a sí y muy cerca a su cara—, no ve más allá. Escúcheme bien y espero nos entiéndamos pa que usté haga lo que tenga que hacer y podamos quedar en paz.
»Yo no seré letrado y si quiere decir que soy inagriculturizado, ta güeno, lo acepto. Pero una cosa debe quedarle bien clarita: a mí me enseñaron —y mire que lo aprendí re-bien— que lo único que me hace diferente a las vacas y los chivos, a los caballos y los burros, es mi cabeza. Nunca he estado solo, he vivido rodeado de puritita vida por todos lados, vida por aquí y vida por allá; todo tiene vida y en el rancho eso lo tenemos requete bien claro, y a veces vida que parece más mejor que nosotros mesmos porque es ordenada; pero luego-luego me doy cuenta que yo puedo arrear bueyes, ensillar caballos, domesticar chuchos, esquilar borregos, ordeñar vacas, arar la tierra, podar las ramadas, abonar las plantas y regar con el agua. Quién sabe cómo, pero todo eso me dice que yo soy el más importante de entre todos los demás animalitos y criaturas, ¿por qué?, no sé pero sé que lo soy y la prueba más clarita es que yo puedo hablar.
»Todos los demás seres vivos cumplen fielmente con lo suyo y por eso la naturaleza no se traiciona, ni siquiera el mar que es tan re-bravo; todos sabemos cómo es el mar y por eso nos prevenemos contra él.
»Pero si yo, que soy diferente y mejor que todas las demás cosas no cumplo con lo que me hace diferente y más mejor, tonces ¿qué soy?, pos un algo más o ni eso. Si soy lo que tengo que ser, entonces puedo cuidar bien todo lo demás. Así funcionan las cosas en el campo, licenciado, no veo porqué en la ciudá deba ser distinto.
El licenciado Chávez guarda silencio. Es un silencio fugaz, casi imperceptible, pequeño, un silencio que no le dice nada a Ramón, éste sabe leer la naturaleza del campo, no la naturaleza del hombre burgués. Chávez vacila pero no porque desee cambiar sus convicciones. Vacila porque quiere entender a su cliente pero no puede, no alcanza a hacerlo. Se pregunta cómo puede ser eso posible si Ramón es un hombre sencillo, de campo. Chávez tiene algunos años pleiteando en los tribunales y siempre ha salido avante en sus asuntos, no porque se considere el mejor, sino porque sabe escoger sus asuntos y porque los honorarios no son lo más importante, él se sabe un buen abogado no porque ya domine todas las materias, sino porque no deja de estudiar. Pero en los libros de doctrina, las leyes, los reglamentos, en la Constitución misma, no encuentra el entendimiento de las razones que le expone Ramón: matar a un hombre porque no cumplió con lo que dijo.
—No es que sea distinto, bueno, sí, un poco, pero en el campo y en la ciudad matar a un hombre está mal y debe ser sancionado, castigado pues, para evitar que nos matemos todos entre sí. Para eso están las leyes, Ramón, para evitar el caos, ¿te imaginas que todos matáramos a los que nos deben o no nos pagaran a tiempo?
—Pos yo no veo que las leyes eviten eso del caos y de todas formas se mata a mucha gente y a veces por nada, es más, casi siempre por nada. Y mire, lo que trato de decirle es que yo no maté a alguien, mi compadre dejó de ser “alguien” cuando no cumplió. No me diga que no me entiende, ahi le va: yo compré el motor de ese tractor con don Jacinto y le dije que se lo pagaba con las primeras cosechas del año. Era tiempo de lluvias y los dos sabíamos los temporales y las cosechas así que él aceptó. «Y ¿si no me lo pagas?», todavía me preguntó. «Se lo pago cuando haiga y además se lo regreso igualito». Él aceptó y así jué.
»Ya tenía mucho con el motor y por eso lo estaba arreglando cuando mi compadre jué a verme pa pedirme que se lo vendiera. Él sabía que no estaba muy bien así que ni modo que diga que lo engañé. Yo no se lo quería vender porque el compadre (que Dios lo tenga en su santo infierno) era un canalla y yo sabía que nunca cumplía su palabra.
—Y si sabías que era un incumplido, ¿por qué accediste a venderle el motor?
—Pos por eso le dije que si no me lo pagaba cuando me dijo, lo iba a matar. Tenía que ser algo definitivo pa que ya no siguiera siendo ancina de incumplido, pero le valió madres (disculpe asté), y nomás me chasqueó las jetas.
—Y ¿quién te crees tú para decidir eso?
—¡Como que quién! ¡Pos yo!, cualquiera o ¿quién se creiba el compadre pa no cumplir, si hasta la lluvia se preocupa por caer a tiempo pa regar los campos? ¡Astedes piensan que uno no es nadie para juzgar!, y bueno, ya Diosito nos juzgará, pero de mientras yo me parto el lomo de sol a sol pa hacer algo así como lo que yo quiero que todos hagan o ser como me gustaría que todos jueran, pero llega gente baquetona a la que no le importa y nos da en la torre a todos. Mentira eso de que astedes hacen justicia, nomás se pierden en vericuetos de libros y palabras pero a la mera hora ni saben bien qué pasó, ahi tan nomás calmando sus cochinas conciencias con lo que dice el señor juez, pero nosotros sabenos que la naturaleza tiene su orden y a esa sí la respetamos así que no puede llegar un canalla como mi compadre, decir una cosa y hacer otra. O cumplimos o cumplimos, si no, ¡ámonos a la fregada!
—¿O sea que tú crees que el cumplimiento del deber es más importante que la vida?
—¡Pos luego!, ¿a poco ustedes no? Ahi ta el problema de todo, licenciado: cumpla su palabra y quizá no viva tanto, pero morirá siendo un hombre de verdá; viva incumpliendo su deber y morirá siendo un gusano de verdá, ¡como mi compadre, pues!; le hubiera visto la cara de sonso que puso cuando me vio con la escopeta, ni siquiera pudo mostrar un poquito de hombría u orgullo. «No, compadre —me decía moviendo las manitas así, como marica de ciudad y lloriqueando—, espéreme una semana y se lo pago». «Además no sirve, por eso no lo he podido trabajar», todavía me dijo el cabrón (disculpe asté); si ya sábanas, pa qué cobijas decía que no servía, también por eso no se lo quería vender, pero pensé que la comadre tenía su guardadito abajo del petate pa arreglarlo.
»Pero no me vea así, no crea que soy tan bruto, sí la pensé y le busqué mil formas pa no matarlo y hasta me robó el sueño, pero no las hallé, si no lo hubiera hecho, hubiera sido otro compadre, otro incumplido pues y se me hubiera hecho maña como a él y la naturaleza es tremenda; si bien decía mi apá que no es tan chico el vicio en el que se reindice (¿o reincide?).
—No te entiendo, Ramón. ¿Al igual que tu compadre dejas desamparada y afligida a tu familia sólo por una deuda incumplida?
—¡No me chingue, licenciado, no me chingue, por favor, que no es lo mesmo! Pa empezar mi compadre los dejó así como asté dice: desamparados y afligidos pero ¡pa siempre y por sinvergüenza!, mientras que yo los dejo así por un tiempo y por el honor y palabra dada de su padre. El campo les dará comida y trabajo porque yo juí bueno con el campo.
—Pero a ti no te correspondía decidir sobre la vida de tu compadre, y menos si crees en Dios.
—Pos póngale que por ahi tenga razón y que por eso sí estoy aquí, pero yo le dije que lo iba a matar y no podía menos que cumplir, pero no me trate como si juera un cabrón asesino saqueador o un méndigo envenenador de esos que hay.
—El juez no lo verá así. Las pruebas son contundentes: homicidio calificado con todas las agravantes de ley, alevosía, premeditación y ventaja.
—Pos quién sabe que será eso, pero asté no debe preocuparle más que a mí lo que diga el señor juez, él debe cumplir también con lo que debe cumplir y usté puede pasar por su chivito con mi mujer y san-se-acabo.
—No es tan fácil, Ramón, el juez te va a sentenciar con todo el peso de la ley y te va a imponer la pena máxima; ¡te vas a podrir en esta pocilga y yo voy a quedar muy mal!
—No pos lo siento por usté, licenciado, porque sí está canijo, pero si las cosas ya están así, pos ya ni llorar es bueno.
»Pero verá, licenciado, me acuerdo que cuando el señor cura nos enseñaba la doctrina, nos hablaba de Adán y Eva, y de la víbora y la manzana, y luego yo pensé: «de ahi viene todo, de no cumplir», y tratamos de echarle la culpa a todos pa no sentirnos responsables. El Adán dice que ésta mujer que me distes, la Eva dijo que la víbora. Ya nomás faltó que la víbora le dijera a Dios «pos tú, ¿pa qué me hicistes?» Pero no, licenciado, uno viene a hacerse responsable y a cumplir con sus deberes y no más. Se siente re-angustioso cuando uno tiene que decidir hacer las cosas pero si no es uno, ¿pos quién va a ser?; las cosas son como son…
—Espera, Ramón, no me sermonees, no lo necesito. ¿Crees que a alguien le importan esas necedades que dices?, ¿crees que a tus hijos les servirá? Ellos te necesitan afuera.
Ramón piensa. Es un instante, un tiempo que a Chávez le parece el eterno silencio que precede a su victoria. El rostro de Ramón revela duda, incertidumbre; quiere entender al licenciado Chávez, no le importa si las cosas están como están, le interesa no tener por verdad absoluta lo que él cree; obvio que no lo racionaliza así. Ramón se pregunta si las cosas son como son o son de otro modo. Chávez no creyó que se ocuparan argumentos tan sencillos como los primitivos de la salvaguarda familiar, pero en definitiva tiene que reconocer en su interior que él hubiera hecho lo mismo; todo mundo —piensa el licenciado—, entramos en razón cuando le hacemos daño a la familia.
El aire es limpio en esa celda, es el frescor vespertino que baja de la serranía y se cuela por los barrotes de fierro, es tan limpio como cuando dos personas se entienden y encuentran una solución. El licenciado Chávez al fin encuentra un poco de tranquilidad, recupera su ritmo cardiaco y respiratorio. Una frase más y logrará la victoria. Para los abogados, casi siempre la contienda no es contra otras personas o las autoridades, sino contra sus clientes.
—Lo siento, Ramón, las cosas son como son y aquí, así son. Fírmame estos documentos y verás que algo haremos.
—¿Cuánto es la pena máxima, licenciado? —pregunta Ramón. Es la pregunta del condenado que se ha topado con la resignación, pero no una resignación sosegada, menos aun esperanzada, sino una resignación de culpabilidad. A Chávez esa pregunta le suena como el viento danzando entre la enramada de los árboles, es el sonido de la llana victoria porque un condenado solamente pregunta por la pena máxima no para medir si la asume, sino en oposición, es decir, para ver si el temor a tal pena le ayuda a aceptar su delito. Pero aún así mide las palabras de su respuesta.
—En nuestro Estado la pena máxima es la muerte, pena de muerte.
Ramón frunce el ceño como si le dieran un machetazo.
—¡Chin!
—¿Se te hace mucho?, ¿no sabías?
—No. Bueno, ni una ni otra, pero no es eso; sólo recordé que nadie salió a ordeñar las vacas.
»No le puedo firmar, licenciado, lo único que me pesa es que ni mi abogado pueda entenderme, ya no digamos defenderme, pero qué le vamos a hacer, aquí nos tocó vivir y ni hablar.
La Paz, Baja California Sur, 2010.
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