sábado, 24 de marzo de 2012

Los 4 amores





Por Sven Amador Marín



Hoy amanecí con unas especiales ganas de escribir algo así meloso y cursi, pero más que sólo ganas, esto es plasmar algo que ya venía dándome vueltas en la cabeza durante cierto tiempo, sólo quiero aclarar que nada de lo aquí expresado es dogma, ni posee los fundamentos científicos que requieren las mentes cuadradas, es fruto del diálogo con distintas personas y de la corta experiencia personal.

Hace unas semanas conversaba apaciblemente con una amiga en la playa. En la orilla estaba su novio (y amigo mío) tomando una siesta, y viéndolo desde nuestra distancia, ella me soltó a quemarropa: “he perdido a mi hombre”. Mi primera reacción fue de risa por el tono telenovelesco que le imprimió a su expresión, después ya me puse un poco más serio y le pregunté a qué se refería, pues pensé que pudiera traer problemas con su novio. Su respuesta fue el germen de esto: “no —me respondió—, el amor de mi vida se va a casar…”

Semanas después de aquella charla en la playa, conversaba con otra persona (que también tiene su pareja) y me platicaba de alguien a quien había amado más que a ninguna otra persona hasta entonces y que “probablemente le dirigiría el último pensamiento antes de morir”. Otro tono telenovelesco pero ahí no me podía reír porque brotaban unas cálidas lágrimas de sus ojos.

Ya, finalmente, hace unos días volví a sostener otra conversación sobre amores y sus sinsabores con otra persona, y con tanta idea revoloteando en la cabeza, concluimos que en la vida, normalmente, se tienen cuatro amores: el primer amor, el ideal (o platónico), el real (o con el que nos gustaría compartir nuestra vida) y el verdadero (o con el que nos quedamos al final)… y repito: esto no es dogma, es la conclusión que saco no sólo de mi experiencia personal, sino de una serie de casos coincidentes, y muy similares entre sí.

Pero antes de intentar exponer estos cuatro amores, lo primero será puntualizar que aquello que llamamos amor y, en general, todos los sentimientos o estados de ánimo, no son cuantitativos; esto es, que no vienen por medidas y que al momento de expresar esos sentimientos, no lo hacemos destinando una cantidad cierta y determinada de la reserva que poseemos. Vaya, no quiero a mi mamá con 20 kilos de amor, de los 30 que “tengo”. Tan es así que, para expresar el afecto que sentimos por alguien, sólo utilizamos palabras que connotan cantidades indeterminadas como “mucho”, “poco”, “demasiado”, “nada”, etc.

Y digo esto porque transcurridos los años, y al menos cuando ya tenemos identificados a dos o tres de nuestros supuestos cuatro amores, no es de extrañar que aun teniendo pareja, “amemos” todavía a esas personas e incluso —aunque es obvio que no lo he comprobado— que le dediquemos el último pensamiento a uno de esos amores. En conclusión, debemos reeducarnos en el afecto: en cuestión de relaciones personales de exclusividad, creo que podemos sentir o experimentar un afecto similar por más de una persona, lo realmente maduro está en que nuestra fidelidad se expresa al optar por una sola, y optar por esa persona cada día.

Aclarado lo anterior, abordemos al primero de los cuatro amores: al primer amor. Lo diré de una vez, en la gran mayoría de los casos, y por definición, el primer amor está condenado a terminarse y a veces de manera dramática y apocalíptica. Es nuestra primera relación y dos cosas suceden con certeza: cometemos muchos errores por nuestra falta de experiencia, y entregamos lo que por aquellas épocas consideramos “todo” (y que no es ni tanto). En el primer amor se distingue la intensidad con que nos relacionamos, queremos estar con la otra persona a cada momento y se convierte en nuestro principal tema de conversación y en torno al cual gira nuestra casi total existencia. Al ser la primera relación más o menos seria y suficientemente prolongada, los descubrimientos y experimentos están a la orden del día, de hecho, creo que estas novedades son el principal alimento que contrasta la anemia de los múltiples errores que se cometen. Los primeros meses se experimenta como el logro de un objetivo y parece que portamos un trofeo, a la par comienzan a conocerse de verdad, pero ese conocimiento es subjetivo, el derroche de la ternura impide ver claro, pensamos que ese intenso borboteo en nuestro cuerpo ya no se apacigua con un “te quiero mucho” y pensamos que lo podrá calmar el “te amo”… habrá promiscuos y calenturientos que a las dos semanas ya digan “te amo” pa’ ver qué resulta.

En fin, ante los reiterados errores, el apaciguamiento de la intensidad inicial y, principalmente, los cambios propios de la edad (la temprana juventud), el cuadro apocalíptico se forma y llega el fin. Un final nada placentero que se caracteriza por el torbellino de confusión: es obvio que hay “amor” entre ambos, difícilmente se niega esto, pero entonces ¿por qué no pueden seguir juntos?, y se vuelve a intentar hasta un par de veces, pero el micro apocalipsis ya ha llegado. Superados los intentos fallidos y dejando en paz las dudas (sin responder), aceptamos no sin impotencia que sería más doloroso continuar; y tras unos meses de distanciarnos para comenzar a ver que el cielo no se cayó ni perdió su color luminoso, nos vamos sosegando, y tomamos conciencia del noviazgo y sus bemoles, rescatamos algún aprendizaje y saneamos el maltrecho corazón, dejándolo listo para un nuevo round, un nuevo amor, el ideal…

La madre de quien fuera mi primer amor, lloró cuando supo que ya no éramos novios. “Me puedes seguir diciendo suegra, eh”, me dijo compungida. Aquello le imprimía más dramatismo a nuestro final, sumado a que fue el mismo día que falleció el papa Juan Pablo II; además que “cortamos” frente al mar en el malecón de La Paz. Ahora ella anda por allí luchando por salir adelante y hacer de su hijo una persona de bien. Pero todo aquello que me gustaba de ella sumado a lo que me hubiera gustado que fuera, hacen en la mente una imagen de la supuesta persona que quisiéramos a nuestro lado, nuestro ideal de pareja.
Tanto los términos de ideal como de platónico, se los debemos al buen Platón. En cuanto a lo ideal, Platón señala en su diálogo de La República, que todas las cosas que existen en la realidad, son imágenes distorsionadas de conceptos eternos y perfectos a los que llama Ideas; por ejemplo, hay mujeres bellas, pero éstas representan en mayor o menor medida la idea de Belleza, hay hombres justos pero éstos son imágenes o sombras de la Justicia. Ideal es lo que (pensamos) debería ser, y real es lo que es. Y amor platónico sale de aquel otro diálogo de Platón —El Banquete— donde los comensales exponen sus teorías sobre el amor, y el viejo Sócrates no sólo las refuta, sino que les propone otra postura sobre el amor, que a todos resulta excelsa.
De igual forma para nosotros, el amor ideal es una proyección de la persona que nos gustaría como pareja, comúnmente esta proyección se asocia a la belleza física, pero también a otras cualidades que no repercuten mucho en lo futuro, cualidades tales como la simpatía, el sentido del humor, el ingenio, la popularidad o sociabilidad, aptitudes que resulten evidentes y notorias, como si una luz entrara en nuestras vidas apartando las sombras de heridas pasadas y llenando el vacío de nuestras expectativas; y con sobrada razón es probable que pensemos: “eres justo lo que esperaba”… el problema es que… bueno, hace poco caí en cuentas que si he sido incapaz de odiar a ciertas personas o de guardarles rencor, ha sido porque no esperaba algo de ellas; algo similar sucede con el amor ideal: demasiadas expectativas no sólo resultan difíciles de satisfacer, sino de sostener. Lo bonito del amor ideal es que existe (aunque sólo sea un espejismo, nadie niega que los espejismos existan), lo feo es que por definición, dura poco, poquísimo; sobre todo porque, insisto, es una proyección nuestra, de lo que queremos y necesitamos. En esa persona que nos mostró un poco de sus bondades, depositamos todo lo que deseamos. Pasión, el amor ideal se caracteriza, además de su brevedad, por una lúdica pasión.
Como podrá deducir el humilde lector de estas líneas, creo que resulta imposible que el primer amor se transforme en el amor ideal, pero éste sí puede mutar en el amor real…
Mi amor ideal se perdió bajo los árboles otoñales de un parque en una ciudad tumultuosa de Baja California, y sueña con llevar a su hijo a ver caer las hojas doradas…
Pueden suceder dos cosas con el amor ideal: se agota en sí mismo bajo la frustrante decepción de que no era lo que esperábamos y concluye la relación, o cambia con dolor al amor real.
Creo que el amor real, sea con la misma persona del ideal, o con otra, corre el riesgo de acabarse pronto, porque ocupamos ajustar nuestras expectativas y necesidades a algo más cierto, concreto y práctico; si sobrevivimos esos primeros meses, incluso semanas, puede durar mucho, a tal grado que todos piensan que “esta es la buena”.
Superada (o asumida) la confusión del primer amor y la frustración y/o decepción del amor ideal, es probable que comencemos a dejar de soñar y pensemos ya en la estabilidad emocional y, porqué no, en un futuro. Con el paso de los años y las experiencias de la vida, nos percatamos que las cosas son más simples y sencillas; y encontrar a alguien que nos acepte, nos apoye y nos aliente, es más que suficiente. No es que nos conformemos con menos, sino que nos hemos dado cuenta que las personas no son como nos gustaría que fueran.
Con el amor real nos entendemos muy bien porque, con él, las cosas son justamente como son, y nos sorprende que hayamos coincidido en un mismo lugar y en un mismo tiempo; nos dedicamos a largas y tranquilas caminatas, tomados de la mano y más preocupados en platicar de la vida y sus fregaderas, que en escapar furtivamente a explorar intimidades; curiosamente con el amor real se tienen más oportunidades para la intimidad sexual y aunque sí se aprovechan, no ocupan la primacía. Se convive mucho con la familia de la pareja, hasta viajan juntos, existen pláticas sobre planes, aunque no tanto de los medios para llevarlos acabo. Se comparten las dificultades de la vida adulta; y de verdad todo pareciera apuntar a que esa persona es la indicada y pensamos que nos gustaría compartir el resto de nuestras vidas… pero, si bien es cierto que se comparte la misma modalidad del amor, no se comparte la intensidad, es decir, encontrar a alguien que se ajusta a nosotros resulta tan fascinante, que a los primeros cambios o problemas, alguien tiene que ceder y la “deuda” se origina. Me explico. Por muchos es sabido que la intensidad con que hombre y mujer se quieren, no siempre es la misma, en momentos la mujer quiere “más” que el hombre, y otras veces sucede a la inversa, y así se van alternando durante el tiempo que dura la relación, haciendo absurdos abonos a una deuda afectiva que jamás se salda. Quien cede y “ama más”, no se siente correspondido, y quien no tuvo que ceder y, por ende, ama más o menos lo mismo, se siente en deuda.

Y el amor verdadero…
Si este es verdadero, no significa que los otros anteriores hayan sido falsos, es decir, no tienen un juicio de valor cuantitativo o cualitativo; llamo a este amor “verdadero” porque cuando llega ya nos hemos quitado de nuestra mente muchas ideas superfluas y accesorias de lo que creemos que una persona debe ser y, más allá de hacernos a la idea, estamos de acuerdo con que las personas sean como son. Y así reconocemos y asumimos que mucho del amor se traduce en aceptación.
La diferencia sutil entre amor real y amor verdadero, según veo, radica en que en el amor real aceptamos tal cual es a la otra persona y hasta nos sorprende que hayamos coincidido con alguien así; pero es a otra persona a la que difícilmente aceptamos: a nosotros con relación a esa otra persona (por aquello de la deuda afectiva). Cuando se ponen de manifiesto las bondades y virtudes, defectos y límites de la persona con quien vivimos el amor real, se evidencian en oposición nuestros defectos y limitaciones o bondades y virtudes. Sí, es un gran amor pero no para nosotros. Y en el amor verdadero hay una aceptación de mi parte, de las dos personas que se relacionan: acepto —porque conozco— a la otra persona, y acepto —porque también la conozco— a mi propia persona.
Se dice que la verdad es adecuación del pensamiento con la realidad; es decir, en primer término nuestro pensamiento se adecua a las cosas que son. Para que exista tal adecuación, tenemos que conocer las cosas como son (este cantinfleo es en honor a los 100 años de nacimiento de Cantinflas). En el amor verdadero sucede más o menos lo mismo: llega una persona, la conocemos tal cual es, sin proyecciones nuestras, sin máscaras, sin dobles intenciones, sin simulaciones, viéndola tal como es y mostrándonos tal como somos.
Por cierto, en el siglo XIX y XX también se entendió la verdad como apertura o desvelamiento (no de desvelarse de noche, sino de quitar el velo) porque se decía que las personas ocupábamos estar en constante estado de apertura para poder retirar el velo que cubre a las cosas y “desvelarlas”. En el amor verdadero sucede algo similar, nosotros nos mostramos, nos quitamos el velo, somos abiertos y la otra persona también se nos desvela, se nos muestra como es y entonces, al decidir que queremos compartir la vida, se da la adecuación.
Sé de estas cosas porque he visto a personas entradas en años caminando bajo los árboles primaverales de un parque, porque he escuchado de ancianitas que, una vez que se muere su “viejo”, casi-casi “deciden” morirse para seguirlo en un acto de romanticismo decimonónico, porque aún hoy en la mañana vi a una pareja de adultos mayores lavando juntos su bochito…
Podríamos pensar que las discusiones del amor verdadero son porque quieren que uno cambie, pero si les ponemos atención, descubriremos que esas discusiones son porque precisamente algo cambió y se quiere preservar aquello que les parecía bien.
Sin embargo, el amor verdadero también se caracteriza porque sabe adecuarse a las nuevas realidades, productos del cambio. Se va la pasión de la juventud y llegan los achaques de los años, cambian las perspectivas de vida, las expectativas, dejamos de ser iguales (obviamente), dejamos de permanecer inertes (como a veces quisiéramos); sólo la aceptación lisa y llana de quien decidió estar a nuestro lado, permanece. Los compromisos se miden no por su grandeza o heroísmo, sino por su grado de constancia, y el amor verdadero es constante en la compañía más pura, primitiva y desinteresada.
Bueno, y aquí se acaba esta serie de notas sobre los cuatro amores, sólo algunos detalles para aclarar. El matrimonio no define estas modalidades (aunque tal vez debería). Uno se puede casar con cualquiera de los cuatro amores y presentar ligeras variaciones; tampoco un hijo de por medio define estas modalidades del amor. Ah y eso, son modalidades, no recaen sobre personas, es decir, una modalidad puede recaer en más de una persona, como pudiera ser un cambio del amor ideal al amor real en la misma persona. También puede suceder que entre una modalidad de las que presento y otra, se tengan otras relaciones que no implican mayor trascendencia. Lo más importante es no dar lo aquí expuesto por algo completamente definido, sino estar abierto a las oportunidades, a conocer diversidad de personas, a enriquecer nuestra experiencia de vida, a no tenerle miedo a lo que pueda suceder. Recuerdo que mi amor real —o lo que hasta hoy considero amor real—, no quiso aceptar que junto al goce, a la vida en común, también venía implícito el dolor y el sufrimiento. “No quiero eso”, me dijo, y nos despedimos…

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