viernes, 11 de mayo de 2012

De la confianza y ¿otros demonios?






Por Sven Amador Marín


Usted y yo confiamos en aquellas personas que más cerca de nosotros están, confiamos en aquellos que nos demuestran sus capacidades a través de logros, de resultados. En los primeros años de nuestra vida depositamos la confianza en nuestros padres; toda la diligencia y el empeño que ponen en nuestro cuidado y bienestar, desarrolla en nosotros una seguridad casi congénita o genética de que ellos jamás nos harían daño alguno y no permitirían que alguien más nos lo hiciera. Esta confianza paterna de los primeros años, a veces suele extenderse a otros miembros de la familia como puede ser un hermano mayor o un tío o tía muy cercano (a); también pudiera ser uno de los abuelos e incluso algún agregado “familiar” como esas fuertes amistades que se llegan a tener, o los padrinos.

Cuando ingresamos a la escuela y se va ampliando el círculo social de nuestra convivencia ordinaria, también la confianza se amplía y llega hasta las figuras de los maestros. En ellos confiamos porque representan, a nuestro simple e infante entender, una autoridad desinteresada de vastos conocimientos. Nos acompañan en una considerable parte de nuestra rutina diaria y para nada son actores pasivos. Por el contrario, vemos cómo se esfuerzan constantemente por transmitirnos sus conocimientos, por hacernos comprenderlos, encontrarles algún sentido y utilidad, y por captar nuestra atención. Algunos maestros o “profes”, incluso van más allá en la empatía con ciertos alumnos con los que, por diversas causas, se identifican. Yo llegué a tener un maestro en cuarto año de primaria, que en ocasiones llegó a comprarme el almuerzo en el recreo sin mala intención alguna.

Al participar de una convivencia más amplia, surge indefectiblemente la oportunidad de entablar relaciones de amistad; son aquellas relaciones que se fundan en gustos e intereses afines y por esos canales de acercamiento, vamos abriendo una brecha que nos muestra con mayor amplitud la vida del amigo, hasta llegar a conocer aspectos personales muy íntimos. La confianza en las amistades se mantiene gracias a la sinceridad, a la discreción, al fomento de los intereses comunes, al diálogo mismo y a una convivencia frecuente; así vemos y sabemos de una amistad bien lograda.

Y es totalmente natural que de entre el conglomerado de personas que conocemos en nuestra adolescencia y juventud —y que no forman parte de nuestra familia—, surja alguien del sexo opuesto que llame particularmente nuestra atención, que nos atraiga en algún aspecto estético, y ponemos nuestro empeño por atraer su atención, cortejar a esa persona y hacerla parte de nuestra vida con una especial relación de exclusividad afectiva que, además de lo necesario para salvaguardar la confianza como si de una amistad se tratase, demanda fidelidad, diálogo y complementariedad… es difícil creer que se busque dar afecto sin esperar algo a cambio, el amante espera ser amado.

Cuando ya pasamos a formar parte de la nómina en alguna chamba, la confianza en nuestros compañeros y colaboradores se deposita en su capacidad para cumplir con sus funciones. En un trabajo inmediatamente podemos ver lo mejor y lo peor de las personas y, como parte de la selección natural darwiniana, buscamos la aprobación y empatía de quienes nos resultan más capaces (en el mejor de los casos).

Hasta aquí basta con los ejemplos de personas en quienes depositamos nuestra confianza a lo largo de la vida; si hay algo que todas esas personas tienen en común, es que la confianza en ellas se mantiene porque ésta se ve correspondida al no fallar de manera consciente y frecuente, al ver que no es convenenciera e interesada, al ver que no es engañada con hermosas palabras que poco corresponden con los hechos, al ver que no está expuesta a constantes promesas cuyo cumplimiento, en el mejor de los casos, poco depende de quien promete; al ver que tenemos la certeza de quién es la persona en quien confiamos, no quien dice ser ni quien pretende ser. Conocemos a la persona tal como es, y la conocemos más allá de los roles que desempeña o busca desempeñar. Eso, eso es lo naturalmente correcto: confiar en las personas porque el logro de la confianza radica en que no ha sido defraudada deliberada ni repetidamente.

Pero si es así, ¿por qué confiamos en nuestros actuales políticos si verdaderamente hacen justo lo contrario a lo que es correctamente natural? Llegado a este punto, sería bueno, querido lector, el siguiente ejercicio: que volviera a leer la presente nota y en lugar del mosaico de personas que fui presentándole, pusiera a cualquiera de los candidatos que andan peleando un hueso o “el” hueso, a ver si cuadra con los esquemas de una persona confiable. Piense en qué características de una persona deposita usted su confianza, y casi me atrevería a asegurar que, siendo sinceros, ninguno de los candidatos le iba a satisfacer en sus expectativas naturales.

Escúchelos, analícelos, evalúelos, contrástelos, ríase un poco del circo que arman, y cuando vaya a votar (hágalo, por favor), acuérdese de este día en que reflexionamos sobre la confianza en las personas. Siendo así, creo que votaré por mí; no porque me considere capaz de gobernar ni siquiera a un reducido número de personas, sino como un guiño electoral de que quiero confiar en mí para auto gobernarme.

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